Imágenes,
arriba, placa de terracota datada en el período Amorrita, entre 2000
y 1600 a.e.c., que muestra a un dios de la muerte, tal vez Dumuzi,
descansando en su ataúd; abajo, un relieve parto que representa a
Nergal, antigua diosa mesopotámica de
las plagas y de la muerte.
En
Mesopotamia la visión
de todo aquello que
pudiera ocurrir tras la muerte (mutu)
es
negativa, a diferencia de la visión egipcia. La
síntesis del
pensamiento mesopotámico en torno a la muerte se centra en tres
aspectos. El primero de ellos, en la búsqueda, sin éxito, de la
inmortalidad (Poema
de Gilgamesh);
el
segundo, la idea de un inframundo
del que no se
regresa (El
descenso de Inanna a los Infiernos)
y,
finalmente, la relevancia
y el sentido social ofrecido
por los vivos al cuidado de los difuntos.
El
poema
de Gilgamesh debe situarse en el tercer milenio antes de la
Era,
admitiendo, con ciertas dudas, que Gilgamesh fue un rey histórico de
Uruk alrededor
de
2750 a.e.c.
Su fijación por escrito se define en tres
momentos, la versión paleobabilónica, la redacción casita y la
versión asiria. En
el proceso
de elaboración los límites estarían ubicados entre 2500 y el 650
a.e.c., fecha esta última en la que el texto ya se encontraba en
Nínive, en la biblioteca del rey asirio Asurbanipal. En la
elaboración de la epopeya, en doce tablillas, influyeron tres poemas
sumerios sobre Gilgamesh: Gilgamesh
y el País de los Vivos, Gilgamesh y el Toro Celeste y
Gilgamesh,
Enkidu y el Mundo Inferior.
Varios
aspectos referidos al pensamiento mesopotámico sobre la muerte están
presentes en el poema. Uno de ellos es que se teme a la muerte y, en
consecuencia, el destino de la humanidad es morir,
pues los dioses así lo decretaron. Los seres humanos nunca
alcanzarán la inmortalidad y le resta, únicamente, deleitarse en
los placeres mundanos. Por otra parte, el fallecido se dirige al
polvoriento y oscuro inframundo (Irkalla, Casa de las Tinieblas) del
que, en principio, no se puede volver. En la muerte hay una total
igualdad entre las personas y nada es imperecedero. La muerte se
halla en
manos de los dioses.
Las
deidades escapan al destino mortal de la humanidad, pero la mitología
cuenta cómo ciertos dioses mueren
de forma violenta a manos de otros, siendo aprovechados como materia
prima de criaturas de relevancia. Es lo que ocurre con Tiamat, Kingu
y Apsu. A pesar de esta excepcionalidad, en general los dioses son
inmortales mientras
que
los humanos no. La muerte en Mesopotamia es el fin del ser humano
(awilum),
y
nada hay análogo a
una
idea de la inmortalidad del alma ni a un juicio de los muertos (la
tarea de los Annunaki
en
el inframundo de Ereshkigal no es aplicable a los humanos). Una
vez sin
vida,
lo que había sido una unidad individual se convierte en dos
productos; de una parte, el cadáver (salamtu
o pagru),
destinado a la descomposición de la carne (siru)
que, después de un cierto tiempo, se convierte en el esqueleto
(esemtu);
y de la otra, el etemmu
(acadio)
o en sumerio gidim,
que
sería el espíritu, al ánima o el espectro (algo sutil pero a la
postre material); algo fantasmal, como un soplo o una sombra. En
ningún caso es un alma, en virtud del carácter materialista de la
cultura mesopotámica. Ese etemmu
va al inframundo.
El
mito
del Descenso
de Inanna (o
lshtar
en
la versión acadia) a
los Infiernos, se
fecha en la primera mitad del segundo milenio a.e.c. y aparece
recopilado en trece tablillas que fueron halladas en Nippur. De este
relato se infieren una serie de aspectos interesantes sobre la
muerte. Uno de ellos es que el inframundo es un lugar tenebroso del
que no se regresa,
que es la morada
de los muertos y el lugar en donde gobierna una
diosa,
Ereshkigal. De este sitio solamente se puede salir por la intercesión
de algunas divinidades o bien aportando alguien sustituto. Otro es la
presencia de los demonios galla,
que pueden salir del inframundo y dañar a los vivos (quizá
fallecidos que
no recibieron
los debidos cuidados),
y de una serie de personajes divinos secundarios que hacen
vida
en el inframundo, particularmente los dioses Anunnaki que parecen
llevar
a cabo una
labor próxima a la de ser jueces del inframundo.
Aquí,
en este mito, la morada inframundana del etemmu
(cuya
sede sería la calavera),
se
presenta como una gran
caverna,
que tiene varias denominaciones; así, Gran Lugar (ki.gal
o kigallu),
Tierra (ki,
ersetu),
Templo-Montaña (ékur),
Mansión
Tenebrosa (lit
ekleti), Sua'alu
(el
lugar de la decisión),
Nukar-ki (sitio
de la enemistad),
Kabara-ki (lugar
de los sepulcros),
entre
otros.
Se
trata de un lugar oscuro, frío, tenebroso,
donde el etemmu
permanecía
inmóvil y semidormido. En este sitio bebe
lodo y come
cieno,
no
posee nada
y solicita a los vivos ofrendas y recuerdos. Era
una suerte de país sin retorno (kur.un.ge;
erse
la tari),
al que se descendía para siempre.
El
muerto, desde este espacio tétrico,
suplica y exige ofrendas,
de forma que el etemmu
puede ser evocado y ser partícipe de la vida de los vivos. De hecho,
si tales ofrendas escasean
o están ausentes, el difunto abandona su mundo y puede
revolotear
por la tierra como un fantasma errante, teniendo la capacidad de
asaltar a
los
vivos. Esto puede ser todavía más perturbador si el fallecido no
tiene una tumba,
si
murió en batalla
lejos de sus familiares, fue ajusticiado o pereció
por inanición o de
sed en lugares desolados. El difunto se
convierte, entonces, en un espectro
extraño (etemmu
ahu)
o
un espectro
maligno. El etemmu
podía
causar a los vivos enfermedades como fiebres, dolor de cabeza o
pesadillas. Para librarse de tal nefasta influencia se acudía a los
mashmashu
y
ashipu,
los sacerdotes
especializados en proteger al individuo contra el maleficio de los
espíritus a
través de encantamientos y
rituales.
Esto
implica la relevancia, y la obligatoriedad, del culto a los difuntos
en Mesopotamia, no solamente por razones piadosas sino también por
la necesaria seguridad para los vivos.
El
enterramiento
facilitaba
al espíritu del fallecido
la
entrada al inframundo, en tanto que la tumba (Lugar exaltado en
sumerio, ki-mah),
era
el lugar donde residían sus huesos y, por tanto, su casa. Las tumbas
solían ser individuales y las inhumaciones eran muy sencillas,
excepto casos célebres como
el de las
tumbas reales de Ur y Kish del III milenio a.e.c. Contenían ofrendas
a los muertos (vajilla, adornos herramientas, juegos, armas) y
ciertos regalos confiados al difunto aunque
destinados
a los dioses infernales autóctonos así
como a
los parientes fallecidos con
anterioridad. Uno de los actos cultuales funerarios de mayor
frecuencia
era la libación de agua fresca y pura (naq
me)
en
la tumba, así como la ofrenda de pan. En los entierros regios un
rito habitual era el
taklimtu,
mostrar el cadáver y todas sus pertenencias apenas una hora después
de salir el sol. El cadáver se expone y decora, para a continuación
ser inhumado y llorado. Las pertenencias del difunto podían
ser
quemadas para garantizar la protección
a
los supervivientes del espíritu del fallecido y así
purificarlos
del contacto con el cadáver.
La
ceremonia funeraria principal,
con clara función social,
fue la del cuidado de los difuntos (kispum;
kispu; en
sumerio, ki.si.ga).
La
función primigenia
del kispum
era
cuidar del difunto y, gracias
a tales
cuidados, confirmar la continuidad de su familia y la autoridad de su
cabeza familiar
de
generación en generación. Garantizaba
la continuidad entre el cabeza de familia, fallecido, y su
descendiente directo, el encargado de llevar a cabo los ritos del
sepelio y de depositar las ofrendas al lado del cadáver.
El
ritual de um
bubbulim, cuando
la luna desaparece en su conjunción con el sol, se celebraba todos
los meses. En ella participaba la familia del difunto, en persona, o
por medio de ofrendas,
siendo especial la comida, pues
incluía
carne y cerveza. En la
época del reino Neobabilónico
(1950-1530 a.e.c.) en el mes llamado Abum
(agosto
actual), se celebraba una suerte
de Día de Todos los Difuntos. Era un día en que se encendía
una
antorcha para los dioses Anunnaki, aunque
podían
estar incluidos los fantasmas de los muertos. Para señalar
la
presencia no visible de los fantasmas se colocaba
una silla en la cual se entendía que se sentaban los fallecidos. El
cadáver del
difunto podía
estar representado en forma de estatua.
El
rito central del culto a los ancestros, dirigido por el primogénito,
es la invocación al muerto por su nombre (suman
zakaru),
cuya función era la de preservar y reforzar la identidad grupal
que
participaba en la ceremonia. En ocasiones, los
participantes
en el duelo se mesaban su barba y cabellos, rasgaban sus vestimentas
y
se golpeaban los muslos. En Babilonia lo normal era enterrar a los
muertos, entre tres y
siete
días después de fallecidos, en sus casas, sobre todo entre las
clases altas. Se entendía, en consecuencia, que los muertos vivían
y dormían en la casa del clan, tal y como se deduce del Poema de
Erra, cuyos orígenes pudieron estar entre los siglos XX y XIX a.e.c.
Se podría decir, en fin, que la única inmortalidad de las personas
en la antigua Mesopotamia
era la de formar parte de sus antepasados.
Bibliografía
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Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-AHEC-AVECH-UFM, octubre, 2025